LA PÁGINA DE ANDRÉS MORALES
La página de Andrés Morales (1962), poeta, ensayista y académico chileno, es un Blog de apuntes y escritos abierto a todos aquellos interesados en la literatura y, en especial, en la poesía. Contiene poemas, artículos, notas, comentarios, críticas, reseñas, fotografías y en general, todos los tópicos imaginables e inimaginables en torno a la poesía, el cine, la prosa y la literatura chilena, hispanoamericana, española y europea de todas las épocas y estilos.
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"TAGLIARE LA LUCE. LUCIO FONTANA, GORDON MATTA CLARK Y EL ARTE DE ABRIR MUNDO" POR EL POETA CHILENO ANTONIO ARÉVALO
(Un viaje entre la materia, la memoria y la herida del espacio)
Volvía de España después de una larga pausa. No era exactamente un regreso, sino algo más leve y silencioso, una forma de reincorporarse al tiempo. Habían pasado días de encuentros, de palabras cruzadas en los pasillos de la Casa de América, donde se celebraban las Jornadas Poéticas de Otoño. Afuera, Madrid respiraba un aire limpio, de ese que el otoño afila con una luz exacta. Dentro, la voz de los poetas se alzaba con cadencia diversa, como si cada lengua tuviera su propia temperatura.
Entre los asistentes se repetía una frase —medio en broma, medio en confesión—:
“La poesía no se escribe, se recuerda.”
Nadie la atribuía a nadie, pero todos parecían entenderla. Quizás porque en esos días, entre lecturas y cafés, el pasado se colaba por todas partes.
Después del congreso, el regreso a Italia fue lento. En el avión y en los trenes se mezclaban el ruido metálico de las vías con el eco de las voces escuchadas. Hablar otra vez en la lengua propia había sido como volver a habitar una casa olvidada. Las palabras, que durante años habían permanecido guardadas, se desplegaban con una familiaridad sorprendente. No había que pensarlas: bastaba dejarlas salir.
En los andenes, la gente subía y bajaba con la prisa de quien teme llegar tarde a algo. Pero él no tenía prisa. Sentía, más bien, una calma nueva, como si el viaje le hubiera devuelto una forma de estar en el mundo. Había algo de gratitud en cada gesto: en el olor del pan recién hecho, en la lentitud de la mañana, en la mirada de los desconocidos que cruzaban su camino.
El tren que tomo en el aeropuerto lo dejó en Roma Tiburtina, un tren regional lo llevaría directamente a casa, donde el aire tenía todavía un resto de verano. Desde allí, subía, entre colinas verdes y pueblos dormidos. Al acercarse a Sipicciano, el paisaje se volvía más denso, más íntimo. Las piedras de las casas, el rumor de los olivos, la estrechez de las calles —todo parecía guardar un secreto compartido.
El pueblo, encaramado en una colina de la Tuscia Viterbese, tenía el tamaño exacto de la memoria. Las campanas marcaban la hora como quien mide la respiración. En las ventanas se veían macetas y sombras, y sobre los muros, los gatos —siempre los gatos— se movían con la indiferencia de los que saben más de la vida que los humanos. Ellos eran los verdaderos dueños del lugar. Gobernaban los tejados, los patios, las escaleras empinadas. Su andar sigiloso recordaba que el tiempo, allí, no avanzaba: se expandía.
En la casa, el aire olía a piedra y a silencio. Abrir las ventanas fue como invocar la realidad. Afuera, el viento traía el sonido del campanario y el crujir de las ramas. Dentro, el espacio se llenó de una claridad oblicua, esa luz que en la Tuscia parece venir de abajo, como si brotara del suelo.
Encendió el fuego con un gesto lento, casi ceremonial. La cocina, se transformó de pronto en un escenario de gratitud. El aceite chispeaba en la sartén; las verduras se tornaban doradas; el olor del ajo llenaba el aire. Preparar la cena era, más que un acto doméstico, una forma de reconciliación con la materia.
Esa noche, la mesa se llenó: cuatro platos, cuatro copas, cuatro risas. El fuego iluminaba las caras con un resplandor cálido, y las voces fluían sin esfuerzo. Las palabras se cruzaban suaves, como hilos que tejen algo invisible. No había grandes temas ni declaraciones; solo la certeza de estar juntos, de estar vivos.
En un momento, entre el murmullo de la conversación, pensó que toda esa escena —la luz, los gestos, la lentitud— tenía algo de film.
El pensamiento llegó con la nitidez de una revelación. No un deseo, sino una evidencia: había algo en esa calma que pedía ser contado.
la postal de invitación a la instalación de Alfredo Jaar en Venecia, aquella que mostraba a Lucio Fontana en su estudio devastado, rodeado de escombros, el pasado y el presente en la misma mirada. La imagen me atravesó como un eco. Quizás era esa misma superposición lo que trataba de retener: la casa intacta y la ruina, el viaje y el regreso, el sonido de la lengua y el silencio de la noche. En el aire flotaba algo que aún no sabía nombrar, pero que tenía la textura de una revelación.
Fontana había regresado a su estudio milanés después del final de la guerra. Había polvo, fragmentos, restos de yeso y piedra, pero entre los escombros halló una sorpresa: un busto suyo. Lo miró con una mezcla de pudor y extrañeza, porque era un artista conocido por sus cortes, el llamado “Concetto Spaziale”, y aquella cabeza modelada por sus propias manos parecía traicionarlo. Había en ella una forma demasiado humana, demasiado llena de materia, como si la carne hubiera reclamado su derecho frente al espacio. Fontana, que tanto había querido liberar la superficie de la pintura, se encontraba de pronto frente a una imagen que lo devolvía al peso del cuerpo, a la gravedad de la figura. Se avergonzó un poco. Aquella escultura, salida enteramente de su cabeza y elaborada por sus manos, era una negación involuntaria de todo su pensamiento posterior. Y sin embargo, ahí estaba, sobreviviendo a la ruina, como una confesión sin palabras.
Fontana nació en Rosario, Argentina, de familia italiana. Los argentinos, se suele decir, conviven con el psicoanálisis como con un espejo cotidiano. En él, cada gesto busca su raíz. Fontana, desde joven, aprendió a mirar la materia no como obstáculo, sino como piel del pensamiento. En Argentina trabajó en el taller de su padre, especializado en esculturas funerarias. Entre mármoles y figuras dolientes, comprendió que el arte podía contener tanto la muerte como la supervivencia. En 1925, su obra comenzó a ser reconocida; sus figuras humanas, cubiertas de materiales insólitos —como “El hombre negro”, una pieza recubierta de alquitrán— anunciaban ya su voluntad de atravesar la superficie. Años después, su manifiesto espacial de 1946 declararía: “Nosotros continuamos la revolución del arte a través del medio.” Esa frase, simple y radical, abría el camino: el medio no era solo soporte, sino un campo de revelación. Con ella, podría no haber hecho nada más. Pero Fontana comprendió que la intuición debía ser herida para volverse visible.
Su pensamiento fue una forma de corte: la pintura debía abrirse al espacio real, dejar que la luz y el vacío respiraran dentro de ella. En ese gesto, el cuadro dejaba de ser ventana para volverse herida. Fontana no destruía, sino que creaba otra dimensión. Como escribió alguna vez: “La materia, al ser cortada, deja pasar la infinitud.” Esa infinitud no era abstracta; era el aire del presente. Y sin embargo, frente a aquel busto hallado entre ruinas, parecía que todo se replegaba. El artista que había abierto el espacio se encontraba de nuevo con el límite del rostro. Tal vez por eso lo escondió, o quiso hacerlo. Tal vez porque en él había un eco de todas sus dudas, una confesión modelada en yeso.
Gordon Matta-Clark, décadas más tarde, haría algo parecido, aunque desde el otro lado del océano. Nacido en Nueva York, hijo de Roberto Matta —el surrealista chileno—, Gordon transformó la arquitectura en materia viva. Sus cortes en los edificios abandonados no eran destrucción sino revelación. Al abrir una casa, mostraba el aire que la sostenía. Sus obras, como “Splitting” o “Day’s End”, eran heridas en la ciudad que dejaban pasar la luz.
Entre Fontana y Matta-Clark hay una afinidad secreta: ambos trabajaron con el vacío como sustancia, ambos entendieron que cortar no era romper, sino dejar entrar. Pero también hay una diferencia: Fontana cortaba hacia el futuro, Matta-Clark hacia la memoria. Uno abría el espacio en la tela; el otro, en los muros del mundo.
Matta-Clark tuvo un hermano gemelo, Batán, que se suicidó lanzándose desde el estudio de Gordon. Después de eso, el artista cambió. Sus cortes se volvieron más melancólicos, más urgentes. Ya no eran sólo intervenciones conceptuales, sino gestos de duelo. El espacio, para él, se volvió un cuerpo. Pocos años después, Gordon moriría de cáncer, joven, como si su obra se hubiera consumido dentro de sí. En su gesto también había una forma de redención: mostrar que todo límite puede ser atravesado.
Y pienso en eso ahora, mientras vuelvo a Sipicciano, a mi pequeña torre en el corazón del borgo viejo, donde los gatos gobiernan las calles. El paisaje se oscurece poco a poco; el aire trae un olor a tierra húmeda y piedra antigua. Las luces de las casas parpadean como si dudaran entre quedarse o desaparecer. Subo la cuesta despacio, escucho mis pasos resonar entre los muros, y siento que todo —el viaje, la cena, la memoria de Fontana y Matta-Clark— se mezcla en una misma respiración. En esa torre, donde la noche se posa con suavidad sobre los tejados, entiendo que el arte no consiste en añadir, sino en abrir. Abrir la materia, el tiempo, la lengua, hasta que el aire atraviese todo.
Los gatos me observan desde los muros, inmóviles, como guardianes del instante. Dentro, el silencio tiene un espesor leve, casi humano. Me siento, dejo que la respiración se acomode, y pienso que tal vez cortar la luz no es un acto de violencia, sino una manera de ver. Una forma de decir que aún estamos aquí, esperando que algo, desde el fondo, nos atraviese.
Sipicciano, octubre 2025

















